El Tribunal Constitucional y su reconocimiento de la desigualdad, por Soledad Murillo

Seis meses han transcurrido desde el fallecimiento de Amparo Rubio, feminista muy implicada en la Casa de la Dona y en Ca Revolta, Amparo estaba comprometida con el cambio social en mayúsculas, cambios que se materializan con demasiada lentitud cuando estos están relacionados con las mujeres. Hemos creído oportuno, por su actualidad, re-publicar este artículo de nuestra querida compañera Soledad Murillo

Para María Amparo Rubio. Que tanto nos quería
Combatir la violencia requiere una autoconciencia tranquila, así se expresaba Jürgen Habermas al ganar un juicio por difamación contra Jest, por querer degradar la biografía del filósofo alemán atribuyéndole un pasado nazi. Habermas sabe muy bien que ante el mismo hecho surgen diferentes modos de pensar, significados cuya confrontación no siempre se resuelve en un marco comunicativo, sino que precisa del arbitrio de los tribunales en aras a estipular aquella versión más cercana a la justicia.
Ya se sabía, por todos los que participábamos de la redacción de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género a comienzos de la anterior legislatura, que no sólo se presentaban cambios sustantivos en la jurisprudencia, sino que todas sus actuaciones, desde las medidas procesales, preventivas, hasta la creación de juzgados especializados, podrían ser bien recibidas, pero que en otros supuestos de la Ley, no cabría el uso del condicional. Todo lo contrario, estábamos convencidos que la modificación de artículos, en particular los relativos al Código Penal, serían foco de reflexiones doctrinales, al interpretar que de hacerse una excepción respecto a las mujeres se incurriría en discriminación.
Las dudas sobre la constitucionalidad de la norma se centraron en la introducción de diversos tipos legales, es decir, en la diferencia de agravantes ante el mismo hecho delictivo, en función de quien cometa el delito si es el hombre o es la mujer. De este modo, el artículo 36 de la norma, bajo el título Protección contra las lesiones, modifica el artículo 148 del Código Penal, y añade una categoría de víctima en su apartado 4, con las siguientes características: “que fuere o hubiese sido esposa o mujer que estuviere o hubiere estado ligada al autor por una análoga relación de afectividad, aún sin convivencia”. Hecho que no operaría con la misma regla procesal en el caso de ser la mujer la que cometiera el mismo acto delictivo, pues no podría superar los tres años de prisión. Pero la Ley no disimulaba sus intenciones. En el Titulo Primero, en su artículo 1, los objetivos están claros y en concreto, la definición de violencia de género como la manifestación de la discriminación, de la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres.
Las discusiones fueron intensas, algunas viscerales y precipitadas al acudir a tópicos en torno a una pretendida guerra de sexos donde las mujeres gozarían de un inmerecido trato de favor, cuando lo que se buscaba era justo el otro extremo: evidenciar los efectos de una dominación oculta en el ámbito privado para elevarla a la esfera pública y convocar a las instituciones educativas, sanitarias, judiciales, a crear instrumentos, protocolos, convenios, en esta materia; o bien las discusiones invocaban aspectos doctrinales al recordar el principio de igualdad ante la ley que deben disfrutar todas las personas al margen de su sexo, ante el cual no cabe hacer excepciones. Bien es cierto que esta posición sólo podía mantenerse desde una identificación legal abstracta, capaz de concebir fundamentos jurídicos sin la obligación de preguntarse si existe o no igualdad de trato entre hombres y mujeres en nuestra sociedad. Es mas, al recordar el número de víctimas, la respuesta era que los datos estadísticos no deben elevarse a fundamento jurídico. En este sentido se refutaba la Ley por entender que el derecho no debe hacer diferencias entre hombres y mujeres, a lo que se añadía la paradoja de acusar a la norma de exceso de sobreprotección a las mujeres y reforzar, de esta manera, su papel de víctimas al atribuirles una vulnerabilidad que no tienen. En ningún debate se mencionó la impunidad que proporciona una relación sentimental y los riesgos que contraen las mujeres cuando renuncian a su propia seguridad física o personal.
La especificidad de la violencia ejercida contra las mujeres está, en mi opinión, en los tipos de respuesta que dan las propias mujeres. Imaginemos una escena de violencia en un contexto cualquiera, la que ustedes prefieran, situándonos ante un conflicto abierto en el que observaríamos, siguiendo con el escenario, cómo dos sujetos tendrán distintas reacciones, mostrarán su ira, o en una escala de agresión medirán su fuerza física, responderán o, siendo sensatos, se preservarán mediante la petición de ayuda, si no huyen de la escena de violencia. Nada de esto sucede para las mujeres que sufren violencia, no huyen, se quedan. De hecho permanecen en la relación en un promedio de ocho años, anhelando cambios gracias a rescatar los buenos momentos en un contraluz con un presente al que no encuentran explicación. No piden ayuda, todo lo contrario, gana el silencio y se aprende a clandestinizar lo que sucede. Mienten sobre las heridas o señales; la familia o los amigos pierden su dimensión de confidentes. No reaccionan porque la culpa les paraliza y, en cambio, rastrean obsesivamente qué han hecho “mal” como novias, como esposas, como amantes. La culpa es inconcebible para cualquier otro tipo de víctima de violencia, es justo la reparación de la ofensa, el reconocimiento de la falta lo que buscan al saberse portadoras de derechos. Es ante su vulneración lo que les hace rebelarse con la cabeza muy alta, sin complejos ni vergüenzas.
Es cierto que la opinión pública ha cambiado, que los medios de comunicación, aún insertando el fenómeno en las secciones de sociedad, introducen reflexiones y datos sobre la violencia. Se incluye en la pantalla de televisión el 016, teléfono de emergencia durante los informativos, pero en otros formatos, programas para jóvenes y con jóvenes en tronos, aún asimilan el término protección como sinónimo de amor masculino, en vez de proponer la mutua reciprocidad de todo afecto como buen estado de salud sentimental.
Es precisamente en este plano y conscientes de la complejidad emocional del ámbito de pareja, lo que lleva a que el Tribunal Constitucional avale las modificaciones del artículo 148.4 de la Ley, al estimar que las agresiones en el marco de una relación sentimental suponen un daño mayor cuando es el varón el agresor, debido al contexto de desigualdad, por lo que las penas deben ser mayores. De esta manera el T.C hace coincidir el plano jurídico con el plano social, y lejos de querer encontrar cualquier acomodo, nos ofrece un importante salto cualitativo: el reconocimiento de la desigualdad y, por el mismo criterio, el incremento de penalización para aquellos que, en el uso de su poder, ejerzan la violencia. La legitimidad de las instituciones democráticas tiene un doble origen, el principio de soberanía popular que nos habilita para elegir a nuestros representantes, y el garantizar derechos y libertades para toda la ciudadanía. El escenario ha cambiado, la violencia ya no queda confinada a la privacidad del hogar, y la democracia entendida como igualdad de trato no acepta espacios de reserva. Gracias a ello, hoy estamos más seguros, mujeres y hombres que no significa inmiscuirse sino intervenir, denunciar los actos de violencia, sabiendo que se conculcan no sólo derechos humanos, sino derechos constitucionales.
Soledad Murillo es Profesora de la Universidad de Salamanca y
Integrante del Comité CEDAW de la ONU.

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